In memoriam Javier Álvarez
Con esa fatídica intuición que a veces nos ataca, en los últimos días he estado recordando con insistencia una obra de Javier Álvarez. Su título era Trireme y era para corno y orquesta. Hablo en tiempo pasado porque la oí una sola vez en 1986, en una charla del compositor en los seminarios de postgrado de City University, y no volví a oírla más. Aunque no he visto que la pieza haya adquirido mayor resonancia en el canon de su autor, tenía aspectos memorables que recuerdo bien, entre ellos una progresión descendente en las cuerdas que parecía no terminar nunca, induciendo una sensación de vértigo.
Otra obra que me impactó, si no me equivoco ese mismo año, fue Luz caterpilar, para piano y sonidos procesados digitalmente – “piano y cinta” llamábamos entonces a esa combinación. La presentó el compositor en una velada que él mismo organizó en la Universidad con la finalidad de agradecer a sus patrocinadores. Ése era uno de los talentos de Javier: atraer mecenas y hacerles sentir bien por su patrocinio. En Luz caterpilar había gestos que no olvido, como unas cascadas de notas rápidas en el piano – descendentes también – que desembocaban en un acorde acentuado coincidiendo con algún gesto enfático de la cinta. Era música vibrante y brillante. En este caso uso el tiempo pasado porque, para extrañeza mía, después de aquella ejecución Javier la retiró de circulación. El hecho de que recuerde también su aspecto en la hoja impresa y los dedos nerviosos del pianista podría significar que Javier me pidió que diera vuelta las páginas, pero de ello no estoy seguro.
Empecé a oír hablar de Javier tan pronto como llegué a City en septiembre de 1985, y tenía curiosidad por conocerlo. Los alumnos y docentes de City hablaban de Javier con admiración y aprecio. Admiración porque en sus años de doctorado ya era un compositor exitoso en el ámbito profesional. Aprecio porque su simpatía personal le granjeaba simpatías de retorno.
La primera vez que lo vi estaba sentado cerca de mí en la fila trasera en uno de los conciertos estudiantiles. Supuse que sería un inglés de origen hindú por la combinación del tono de su piel y sus finos rasgos caucásicos, pero me sorprendió él al preguntarme en castellano “¿Tú eres Agustín?” Así comenzó nuestra amistad.
Descubrí a un personaje cálido, afectuoso y desbordante de humor. Los años que había pasado en Estados Unidos, en Francia y en Inglaterra no habían disminuido su chispa, casi siempre basada en modismos o giros de frase de su México natal. Su humor era irreverente y picaresco, haciendo que su compañía fuera siempre entretenida.
Al cabo de un año o dos, Javier adquirió un apartamento en la zona de Crouch End y me propuso que lo compartiera con él en calidad de flatmate o “compañero de piso”. El alquiler era razonable y me interesaba vivir en el norte de Londres para estar más cerca de la Universidad. Sentía cierto recelo de compartir vivienda con un buen amigo temiendo que lo doméstico pudiera interferir con la amistad, pero lo vencí y acepté.
Casi inmediatamente se formó un círculo estrecho de amistad entre tres compositores latinoamericanos que vivíamos en el mismo barrio: Javier Álvarez, Alejandro Viñao y yo. Un cuarto amigo era Mariano Aranovich, que sin ser compositor ni músico se complementaba muy bien con los otros tres. Compartimos comidas, ideas, experiencias, anhelos y sueños. El humor era el principal lubricante de las conversaciones, especialmente el humor de Javier.
Siendo Álvarez y Viñao expertos practicantes de la composición electroacústica que entonces parecía ser el rumbo hacia el futuro, no tardaron en alentarme a seguir su ejemplo. Cuando decidí tentar mi suerte, lo hice con la veterana computadora Fairlight CMI, la misma que había sido vehículo para la creación de Luz caterpilar, Temazcal y Papalotl de Álvarez así como de Hendrix Haze y el Triple concierto de Viñao. Javier y Alejandro fueron generosos en su disposición y disponibilidad para orientarme; fueron mis mentores en composición electroacústica. No olvidaré la sesión maratoniana de trabajo en el sótano del departamento de música en St John’s Street en la que Javier me mostró el proceso de transferir las pistas digitales de la Fairlight a la cinta analógica de una pulgada. Eso fue para mi obra Teoponte, un encargo del Festival Internacional de Ópera de Londres para el cual el propio Javier me había recomendado.
Tras dos años de intenso compartir y convivir, las circunstancias me hicieron mudar de casa en 1988. Atrás quedaron Crouch End y el círculo de amigos entrañables. Logré mantener contacto amistoso con Alejandro y con Mariano. No así con Javier, por razones que no vienen al caso.
Hoy que me sacude la noticia del deceso prematuro de quien fuera mi amigo entrañable, saludo su memoria, saludo a su familia y esbozo un penoso adiós cargado de afecto y gratitud.
No recurriré a la frase hecha “vuela alto, Javier”. Diré más bien “no te vayas lejos”, lo cual está dirigido tanto a él como a su país, al que Javier representó con honra y brillantez en el escenario mundial de la música. Que México atesore su memoria y se asegure de perpetuarla. Javier Álvarez merece vivir por siempre.