Apuntes y reminiscencias
Con Willy Pozadas y Ruben Vartanyan en la cena de despedida de Vartanyan, 1978
Recordar el pasado es un don más maravilloso que el don opuesto, el de predecir el futuro. No lo digo yo, sino un grande de la literatura francesa, Anatole France.(1) Pero qué fácil convenir con él ahora que, sentado frente a una computadora en Newcastle, Inglaterra, me pongo a convocar recuerdos de un ciclo de vida musical en Bolivia en los años sesenta y setenta del siglo XX, y veo desfilar ante mí un mundo de personas, lugares y escenas. Muchos de ellos me visitan a menudo. Otros han necesitado que los arañe un poco para despertar. Puede que no esté lejos el día en que estos recuerdos adquieran algún valor documental; por eso me ha parecido apropiado perseverar un poco en el intento. Cumplo así con un pedido y aporto algo que tal vez llegue a ser de utilidad.
Primeros recuerdos
Empiezo el ejercicio de escarbar la mente en busca del primer recuerdo, de esa inscripción que inicia la autobiografía que todos tenemos impresa en la memoria. Comparto la mía porque se trata de una reminiscencia sonora: el año es 1960 cuando más, tengo dos años cuando más, y los perros ladran en la noche de Cochabamba. Despierto en la oscuridad, presa ya de ese insomnio que me iba a perseguir el resto de la vida, oigo los ladridos y aullidos de una jauría que imagino feroz. Mentiría si dijera que no me asusta ese ejército canino que sitia mi noche, pero no al decir que tampoco me desagrada. Quisiera que los perros callen, pero ya que no callan los escucho con interés, y su presencia me resulta tan siniestra como entretenida. Hoy en día, a principios del siglo veintiuno, la población canina se ha reducido mucho, pero es notable volver a Cochabamba y constatar que los perros todavía marcan el paisaje sonoro de sus noches.
Mi familia se mudó a Montero en 1960, y en esa localidad (pasarían muchos años antes de que fuera considerada ciudad) tuve mis primeras experiencias musicales. En la radio y en las guitarreadas y serenatas abundaba la música mexicana (corridos, rancheras, boleros), cubana (más boleros, guarachas, sones) y colombiana (cumbias). Aunque en menor cuantía, se escuchaba también el folclore local, sobre todo en arreglos de banda de buri, que era la forma más generalizada de música en vivo, invariablemente en un marco festivo. De ese repertorio extraje el mío para mis primeras incursiones en el canto, a eso de los cuatro años. En la peluquería de la calle Warnes, Don Abundio el peluquero me regalaba guayabas en pago por cantar mientras él atendía a sus clientes.
Después de la calle Warnes vivimos en otra casa, en la calle que ahora se llama Isaías Parada, digna de recordar por tres razones: distaba dos cuadras del cementerio, ese magneto de la imaginación popular montereña; en el patio de la casa se erguía un mango frondoso que me gustaba trepar y sentarme en sus ramas para cantar sin ser interrumpido; y al frente vivía Don Rubén, quien en las tardes ardientes recibía la visita de un amigo para tocar a dos guitarras. Don Rubén, fornido fisiculturista, rasgueaba el acompañamiento de los taquiraris mientras su amigo, delgado, pálido y encorvado, punteaba las melodías con plectro produciendo trémolos de mandolina. Esas sesiones eran estrictamente instrumentales y no las acompañaba ni parranda ni bullicio. Era música de cámara en un sentido literal, y el público se reducía a un oyente de cinco años que aprovechaba la puerta partida típica de la región, cerrada abajo y abierta arriba, para escuchar desde la acera.
Otra memoria musical de entonces es que, años antes de que se conociera la recopilación de Rogers Becerra, los niños cantábamos la chovena Piama, misma melodía y casi misma letra que las que después recogería don Rogers y popularizaría el Trío Oriental.
Por lo demás, guardo mil recuerdos de Montero que por ser ajenos a la música dejo para otra ocasión.
En 1965, de nuevo en Cochabamba, en vista de mis muestras de inclinación musical mi padre me llevó a casa de don Rafael Anaya para someterme a una prueba de ingreso al Instituto Laredo. Un personaje de inusual fineza, don Rafito tocó con un dedo huesudo en su piano de cola unas notas que me pidió repetir. Luego me permitió cantar una muestra de mi repertorio montereño. Creo que era un bolero. Terminada la canción, don Rafito decretó mi admisión con una frase en la que daba a entender, sin abandonar su típica elegancia, lo mucho que me faltaba: «tiene una voz silvestre».
En primaria el Laredo me instruyó en canto, solfeo y teoría. Nada de esto inspiraba entusiasmo, pero las semillas germinarían más tarde. Lo más inspirador fue tomar parte, a partir de quinto de primaria, en el coro Niños Cantores del Valle, que don Franklin Anaya regía con mano firme. Sus ensayos exigentes y rigurosos fueron mi primer contacto con ese hombre excepcional. Cuando me tocó escoger un instrumento, me habría gustado aprender piano, pero la ausencia de ese instrumento en casa y la imposibilidad de adquirirlo determinaron que optara por algo que el colegio pudiera prestarme. El profesor de clarinete, don Drazen Stahuljak, me rechazó de su clase y tuve que procurarme acogida en la clase de violín. Don Antonio Patton, chileno, dueño de la heladería Tarijeñita, carecía de dos dedos de la mano derecha, pero eso no le impedía tocar con buen gusto y enseñar con esmero. Cuando lo reemplazaron perdí la motivación, al mismo tiempo que me atraía un nuevo interés.
Folclore
Iba yo por los diez u once años cuando irrumpió el folclore en Cochabamba. Por supuesto que la música folclórica había estado siempre vigente; lo que era nuevo a fines de los sesenta era la ola de apropiación urbana de los huayños, cuecas, bailecitos y yaravíes que – lo entendí después – dinamizaba la sociedad al jerarquizar lo propio contra el producto comercializado del norte. En qué país de Sudamérica se inició esta ola sería interesante investigar, pero el uso de esta palabra, «ola», parece acertado: un movimiento cuya dirección se conoce, pero no su origen. Me gusta pensar que, al margen de cualquier influencia continental, Bolivia tuvo razones endógenas para abrazar su folclore: el encuentro de culturas en la guerra del Chaco, las reivindicaciones campesinas en la revolución de 1952, y la ausencia hasta entonces de una música urbana que expresara identidad nacional, como el tango en Argentina o el vals en Perú. Los Jairas eran la primera cresta visible, aunque cuando la ola llegó a Cochabamba Los Jairas ya no estuvieran activos en el país.
La peña Ollantay, en la calle Baptista esquina Colombia, era el centro del quehacer folclórico valluno. Un vínculo fortuito – la participación de mi padre como maestro de ceremonias – me abrió sus puertas, primero como espectador y después como artista en el tablado, junto al inolvidable Toño Canelas. Por alguna razón que quisiera recordar y entender debutamos en el Teatro Ópera, como primer número antes de la presentación de Los Panchos que habían llegado desde México. Si el Dúo Los Kallawayas – nombre largo para el corto tamaño y corta trayectoria de sus integrantes – abrió el programa muchas veces, siempre a mano para llenar lagunas imprevistas y a menudo sin remuneración, tal vez haya algo de justicia en el hecho de que más fueron las veces que asistí como espectador y nunca pagué por entrar.
Mi ingreso en el mundo del folclore me deparó sorpresas. La primera fue la calidad de la música y el profesionalismo de los ejecutantes que pasaban por la peña. La segunda me la dieron los músicos fuera del tablado. Prácticamente sin excepción, sin importar cuán prestigiosos, eran personas sencillas, amigables e inexplicablemente pacientes con Toño y conmigo, dos curiosos incansables que seguían a los artistas y los importunaban con preguntas técnicas. Al charanguista de Los Chaskas, Basilio Guarachi, debo mis primeras y hasta ahora únicas enseñanzas de charango. A él y a todos los demás les debo la generosidad de su amistad y su consejo: Los Rupay, Los Palmarinos, Los Caballeros del Folclore, Los Caminantes, Los Cuatro de Córdoba, Trío Souvenir, Las Kori Majtas, Willy Sevillano, Andrés Fossati y otros. Escuchándolos, conversando con ellos y asistiendo a sus ensayos aprendí a armonizar en tríadas paralelas o, en la jerga del gremio, «sacar segunda» y «sacar tercera». «Sacar cuarta», como me enteré cuando llegaron Los Cuatro de Córdoba, casi siempre no era sino duplicar la melodía principal una octava más abajo. El que esta gente importante se molestara en darme su atención y su tiempo no dejaba ni deja de sorprenderme. Tal vez veían en mí – y en mi amigo Toño, que era más extravertido y más visible – una especie de mascota, o acaso nuestro interés despertara en ellos el impulso paternal de nutrir entusiasmos juveniles.
Hubo dos músicos cuyas dotes artísticas y humanas dejaron huellas especialmente fuertes: Zulma Yugar, por su voz hermosa y expresiva y la sencillez de su carácter que contrastaba con su estatus ya icónico, y Benjo Cruz. Benjo vestía un elegante poncho negro y rojo, se peinaba hacia atrás con gomina y tocaba una guitarra de encordado doble. Su voz vibrante y enérgica y la intensidad de sus interpretaciones causaban un impacto arrobador, aun a aquéllos que no aceptaban su mensaje de rebelión o que, como yo, lo entendían sólo a medias. En un viaje a Santa Cruz, poco antes de una actuación en La Pascana, mi charango sucumbió a la humedad del trópico; se zafó el puente dejándome sin herramienta de trabajo. Benjo, sabiendo que yo conocía acordes de guitarra, me ofreció la suya, préstamo que me permitió debutar en Santa Cruz tocando la guitarra de doce cuerdas de un héroe de mi niñez.
La noticia de la partida de Benjo Cruz a la guerrilla de Teoponte y, poco después, de su muerte en combate, sacudió a muchos, obligándonos a reexaminar todo lo que sabíamos de él. Entonces cobró un sentido estremecedor la advertencia con la que solía abrir sus actuaciones: «quiero cantar una copla por si acaso muera yo / porque nosotros los hombres hoy somos, mañana no». Esa trayectoria que, vista retrospectivamente, había sido un avance inexorable hacia un final predeterminado – su inmolación – es hasta hoy el ejemplo más grande de integridad artística que he conocido. Cuando, veinte años después, el Festival Internacional de Ópera de Londres me encargó una ópera sobre un tema latinoamericano, no tuve que pensarlo para escoger a Benjo Cruz y la guerrilla de Teoponte.(2)
Mi acercamiento a Zulma Yugar también fue propiciado por un viaje de los Kallawayas a Santa Cruz, esta vez en compañía de ella y del Trío Souvenir. Zulma fue como siempre era, generosa con su arte, cantando donde y cuando se diera la ocasión. En especial recuerdo Sombras, que ella vertía con una expresividad que causaba embeleso.(3) Y recuerdo además, cómo olvidarlo, el tacto supremo de Zulma cuando, sacando fuerzas no sé de dónde para vencer mi timidez preadolescente, y tampoco sé con qué descabellada expectativa, le declaré mi amor a la reina del folclore. «Creo que vas a tener que esperar un poco» fue su delicadísima respuesta. En ese viaje los visitantes gozamos de la atención y amistad de Los Palmarinos – Edith Frías, su padre Jorge y su hermana China – cuya versión de Alfonsina y el mar era de una profundidad lacerante.(4) ¿Dónde está esa gente maravillosa? No he vuelto a saber de ellos.
Mi cambio de voz puso fin a Los Kallawayas, pero Toño Canelas, para quien esas nimiedades fisiológicas pasaban desapercibidas, nunca bajó del escenario. Uno de sus momentos descollantes fue su participación en la zarzuela Agua, azucarillos y aguardiente, producción del Instituto Laredo gracias a la reciente llegada de dos profesores españoles que comenzaban a identificar talentos y promoverlos. Toño interpretó el aria «El pichi» con una soltura vocal y escénica que despertó admiración general. Pronto Toño pasó a ser miembro fundador de Los Kjarkas y se mantuvo activo con ellos hasta que un disparo no del todo explicado puso un trágico fin a su vida. Por mi parte yo probé suerte como instrumentista en un viaje a La Paz, donde René Noda – el Chino Noda de Los Caballeros del Folclore – me consiguió presentaciones en la peña Naira y en Televisión Boliviana, que era entonces el único canal televisivo. Poco después, un concurso interprovincial de charango en Cochabamba, que gané en la categoría infantil, cerró esa fase de mi carrera.
Epifanía
Mi jubilación del folclore a los trece años me dejó con tiempo para pensar y considerar el próximo paso. Invertía el superávit de energía en leer y escribir, bajo la guía e inspiración de la inolvidable profesora de literatura del Instituto Laredo, Sarah de Urquidi. Empezaba a vislumbrar un futuro en las letras, pero no tardó en sobrevenir una epifanía que cambiaría el curso de las cosas.
Los viernes a las siete de la tarde, don Tito Jiménez, presidente de la Sociedad Filarmónica de Cochabamba, presentaba audiciones de música grabada, según un programa que él preparaba y comentaba. Saliendo un viernes de la biblioteca de Portales, entré a la sala de audiciones a curiosear. El programa se iniciaba con el Trío para corno, violín y piano de Brahms, opus 40, continuaba con Gesang der Jünlinge de Stockhausen y terminaba con el Cuarteto de Debussy. Descubrir de un solo golpe ese ámbito sonoro que abarcaba del romanticismo al modernismo fue vislumbrar un universo nuevo, con posibilidades técnicas y expresivas sin límite. El descubrimiento produjo cambios inmediatos en mí, y al terminar el programa la decisión se había tomado sola: yo quería ser compositor. Esa misma noche desempolvé el violín y a los pocos días me puse a bosquejar un trío en estilo brahmsiano, pero no tardé en darme cuenta de que me faltaban las herramientas técnicas para llevarlo a cabo. Resuelto a adquirirlas, me volqué con pasión a los estudios en el Laredo, que hasta entonces me habían interesado sólo a medias.
Mi nueva avidez fue vista con beneplácito por don Franklin Anaya, si bien al mismo tiempo le presentaba un problema. En aquella época el Instituto brindaba cierta instrucción musical y algunas oportunidades para cantar, pero esa dieta resultaba insuficiente para un alumno voraz e impaciente por aprender mucho y rápido. El que don Franklin haya reconocido el problema y esbozado soluciones antes que yo mismo me diera cuenta es una de las muchas muestras de la generosidad y la inteligencia educativa de ese gran hombre. Me dio consejos, me prestó libros y me entretuvo con largas conversaciones sobre música y ciencia, esto último no porque yo mostrara inclinación científica, sino porque él creía apasionadamente en la complementariedad de estos dos campos. Don Franklin me presentó a Eduardo Laredo, cuyo nombre – y no el de su hijo Jaime – lleva el Instituto. Don Franklin consideraba a Don Eduardo un educador nato, que había demostrado su sabiduría en el sistemático y sacrificado proceso de la educación musical de Jaime. Conmigo don Eduardo fue pródigo en atención y consejo. Otro frecuente visitante en casa de los Laredo era don Mario Estenssoro, cuyo carácter histriónico y locuaz hacía la conversación instructiva y amena.
No sólo fue don Franklin el primero en sugerir que yo fuera a La Paz a estudiar con Alberto Villalpando. Cuando llegó el momento, la siguiente vacación de invierno, fue él quien llamó por teléfono – cuando llamar a larga distancia requería los servicios de la empresa Serval y era una ocasión especial, casi solemne – al director de la Orquesta Sinfónica Nacional, Ruben Vartanyan, pidiéndole su apoyo para «el alumno que le decía» que se iba a lanzar solo a La Paz.
La Paz
En el invierno de 1973 la Sinfónica preparaba la ópera Aida. El proceso de preparación, férreamente encabezado por Vartanyan, tuvo para mí la fascinación de una serie policial. Otra vez espectador encandilado, asistí a todos los ensayos desde mi llegada hasta el ensayo general tres semanas después. En el ensayo general conocí a don Walter Montenegro, quien llegaría a ser amigo entrañable. Una de las personalidades más respetables y respetadas de la vida cultural boliviana de esa época, don Walter era una persona cuya fineza, calidez y sentido del humor cautivaban a quien lo conociera. El violín fue la llave que me abrió la puerta de su casa, ya que don Walter, conocido periodista, escritor y diplomático, era además un buen violinista, aunque no siempre lo admitía. Tocaba con una musicalidad cálida y su facilidad para las dobles cuerdas no guardaba proporción con el poco tiempo que tenía para practicar. Cuando este ocupado señor accedió a darme clases de violín me sentí afortunado, y más al ver que, con el paso del tiempo, la relación entre profesor y alumno se convertía en amistad. Al margen del afecto y el violín, me apegaba a don Walter mi admiración por su capacidad de exposición, la transparencia con la que expresaba sus pensamientos y la fluidez con la que los concatenaba. Usaba un vocabulario colorido y preciso, propenso a las metáforas vibrantes, muchas veces traviesas. Su sentido del humor se basaba no en chistes ni frases hechas, sino en un modo original de ver las cosas, a veces exagerando, a veces minimizando y casi siempre ironizando. Este arsenal de ingenio, al servicio de una sensibilidad cálida y generosa, daba a don Walter Montenegro un magnetismo fuera de lo común.
El atractivo de La Paz, con sus conciertos, su orquesta y las clases de don Walter, era irresistible y yo viajaba toda vez que podía, con gran sacrificio económico de mi madre. En una de aquellas visitas me atreví a pedir permiso para sentarme con los segundos violines de la orquesta en un ensayo de la obertura de Fidelio. Cuán poco preparado estaba y cuán pocas notas alcancé a leer a primera vista puede juzgarse por la reacción de mi compañero de atril, un señor cuyo nombre no mencionaré, quien me ofreció una caja de fósforos para que quemara mi violín. Una vez superada la crisis resultante, mi reacción fue trabajar más, forzándome a practicar ocho horas diarias. Años después me enteraría de que mi tío Natalio, quien me hospedaba en estas visitas, tuvo que optar por hacer la siesta en su auto para poder descansar cuando yo me ponía a practicar inmediatamente después de almuerzo.
La vacación final de 1973 permitió una visita más larga. Ahora mejor preparado, pude servir de supernumerario en la Sinfónica, que entonces preparaba el ballet Giselle con el joven director Carlos Rosso, recién graduado del conservatorio de Varsovia. Al mismo tiempo se efectuó al fin mi ansiado contacto con el Alberto Villalpando, quien sin titubeo me admitió en el grupo que iba a su casa a pasar clases de composición. Éramos Juan Antonio Maldonado, Willy Pozadas, Freddy Terrazas y yo. Villalpando no nos cobraba nada. A partir de este momento los eventos se sucedieron a paso acelerado. Tener la guía de un compositor profesional y compañeros con intereses afines era vigorizante. El modesto pago que el maestro Vartañán dispuso por mis dos meses de trabajo en Giselle sugería la posibilidad de empleo remunerado en La Paz. Para mayor tentación, Villalpando y Rosso anunciaron la creación de un Taller de Música en la Universidad Católica Boliviana a partir del año entrante. Decir que en febrero de 1974 era yo un orgulloso habitante de la ciudad de La Paz, miembro de la Orquesta Sinfónica Nacional y estudiante universitario, es aligerar esta narrativa de muchos detalles, en su mayoría relacionados con la penuria mía y la generosidad de parientes y amigos que impidieron mi muerte por inanición.
Si trabajar en la Sinfónica, con la férrea disciplina e infalible musicalidad de Vartanyan, fue un aprendizaje práctico, el Taller de Música lo fue académico. Varios aspectos distinguen a este proyecto singular de cualquier otro semejante. El binomio de Rosso y Villalpando era el núcleo en torno al cual gravitaba todo. Carismáticos y osados, los dos mostraban una fe casi mística en la importancia de la misión que habían emprendido, y su compromiso con la idea – y la práctica – del Taller era total. Esto a su vez atrajo un núcleo de alumnos fuertemente identificados con el proyecto, que no tardaron en conformar una especie de vanguardia dentro del alumnado. No me atrevo a nombrarlos por temor a omitir a alguien importante. A la enseñanza y el aprendizaje en el Taller les sobraba en pasión y amenidad lo que les faltaba en método, pero debo destacar las clases de Villalpando – armonía, contrapunto y composición – siempre bien preparadas y claramente explicadas. Villalpando enseñaba con autoridad serena y sus observaciones dejaban entrever una sensibilidad amplia, irreverente y curiosa por lo nuevo. Exudaba una espontaneidad casi infantil, y su entusiasmo por la música, la literatura y la vida era contagioso. Empapado de un modernismo con tendencias atonales, a veces aleatorias, en sus clases daba muestras de desear que yo escribiera en un lenguaje más vanguardista que el que yo utilizaba, pero su respeto por la individualidad del alumno le impedía presionarme o ser destructivo con mi trabajo. En lo que el maestro y yo convergíamos plenamente era en el interés por destilar sustancias nuevas a partir del folclore boliviano. Esto Villalpando no lo predicaba, pero sus obras lo ponían de manifiesto con claridad. Cuando en el segundo año del Taller completé bajo su tuición una obra orquestal destinada al concurso de jóvenes compositores del Sesquicentenario de la República, el título que sugirió Villalpando, Rapsodia en estilo antiguo, era sin duda una manera de deslindar responsabilidades por que una obra tan poco vanguardista saliera de su clase. Para mí no era un pastiche sino un intento genuino de crear algo nuevo a los diecisiete años, pero acepté el título sugerido. La obra pasó a ganar el premio del Sesquicentenario y fue estrenada en agosto de 1975 por la Sinfónica, dirigida por Vartanyan en presencia de los presidentes de Bolivia y Venezuela.
Entre otros importantes profesores del Taller estaban Blanca Wiethüchter en literatura, Vartanyan en dirección, Carlos Seoane en historia de la música, Luis Espinal en cine y músicos visitantes como el compositor Edgar Alandia y los pianistas Andrzej Dutkjewicz y Peter Roggenkamp. El Taller de Música fue una experiencia educativa que brindó a sus participantes lo mejor que se podía ofrecer dentro de los límites del lugar y la época. Su epílogo, en lo que a mí respecta, fue la presentación y defensa, en 1980, de una memoria de estudios – la escribí sobre la música cristiana en Bolivia – que según el reglamento me habilitó para obtener la licenciatura.
Aleatorio
Del núcleo de alumnos al que me referí anteriormente surgió en 1977 el grupo Aleatorio. Unidos por el deseo de promover nuestra propia música, y hasta cierto punto de crear un movimiento generacional de renovación, cuatro alumnos del Taller resolvimos organizar proyectos fuera del ámbito de las instituciones existentes. Éramos José Luis Prudencio, Cergio Prudencio, Freddy Terrazas y yo. Recordando esa aventura, pienso en otros que por compartir esas metas podrían haber estado en el grupo – como Franz Terceros o Nicolás Suárez – pero a esta distancia en el tiempo no sabría precisar la causa de su ausencia.
A fuerza de persistencia, Aleatorio consiguió suficiente apoyo para montar un espectáculo en el Teatro Municipal titulado Concierto-Ballet. Los cuatro miembros del grupo estrenamos sendas obras, tres de ellas coreografiadas por la joven bailarina Yvonne Stahlie, quien empezaba a probar su fuerza en el campo de la coreografía. Fue un proyecto ambicioso que atrajo considerable atención y que, pese a las limitaciones circundantes, alcanzó los objetivos trazados.
La experiencia artística y administrativa del Concierto-Ballet fue instructiva y por demás divertida gracias al espíritu de cooperación y amistad entre los miembros del grupo. Fortalecidos por el primer éxito, correspondía seguir operando, según nos habíamos propuesto, como un foco de renovación. Sin embargo en aquel punto yo resolví retirarme de Aleatorio. Había participado con entusiasmo, disfrutando de la comunión creativa con mis tres colegas, pero un instinto me decía que debía continuar solo. Esto no fue bien recibido por ellos, pero huelga decir que mi partida no impidió que Aleatorio continuara su trabajo con dinamismo, especialmente a través de su programa de música contemporánea en Radio Cristal titulado Ventana a la música.
Mi separación de Aleatorio podría haber dado lugar a una más de aquellas enemistades tradicionales que abundaban en el ambiente artístico boliviano, pero felizmente no fue así. Quiero creer que mi generación tiene otras maneras de relacionarse. La nota discordante fue la crítica hostil que Aleatorio publicó tras el estreno de mi Misa de Corpus Christi. En su detracción describían a quien sólo unos meses atrás fuera su fraternal correligionario como a un compositor de poca imaginación y dudosa estética. Se hace fácil ahora sonreír ante ese pugilismo juvenil que, comparado con los ataques y maniobras que solían intercambiar nuestros mayores, resulta casi benévolo.(5)
Poco después, en 1979, hubo un último amago de colaboración, cuando miembros de Aleatorio y yo coincidimos en presentar proyectos y hojas de vida para trabajar en Extensión Universitaria de la Universidad de San Andrés. Eran tiempos de apertura democrática y las nuevas autoridades universitarias querían renovar las estructuras con un enfoque progresista y popular. Mi propuesta fue la creación de la primera orquesta experimental de instrumentos nativos. Supe que la idea interesó a las autoridades universitarias, aunque su evaluación de mi candidatura fue más bien baja, y resulté escogido, sí, pero en un tercer o cuarto lugar. Pese a ser varios años más joven que los demás, en aquel punto de nuestras carreras era patente que mis logros me daban un perfil musical más prominente. Mi baja puntuación me parecía incomprensible y tuve que reconocer que en ese nuevo juego había reglas que yo no comprendía, acaso de orden político. En esa coyuntura lo honorable me pareció retirarme. Este nuevo abandono me valió algún reproche de mis amigos, que se aplacó con mi aclaración de que les dejaba el proyecto de instrumentos nativos para que lo realizaran ellos. Los eventos que siguieron mostrarían que el proyecto había quedado en buenas manos.
No me corresponde a mí contar la historia de los comienzos de la Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos, aunque las andanzas y tribulaciones que me relataban mis colegas Prudencio me hacen desear que alguien las cuente. Espero que el proceso esté siendo debidamente documentado por los involucrados. Por mi parte diré que al cabo de un tiempo me tocó asistir a su concierto inaugural. Fue en 1980 en el Paraninfo Universitario y fue un suceso memorable. La alineación de los instrumentos por familias y registros, la seguridad de la ejecución, las novedosas sonoridades resultantes, la calidad de las obras que se estrenaban – una de José Luis con un largo título en aymara y otra de Cergio, La ciudad– testificaban la magnitud de la tarea que los dos hermanos habían realizado.(6) La intensidad creativa y el esfuerzo que habían conducido a ese éxito pueden medirse por una escena que le siguió: cuando subí al escenario a felicitar a mis amigos, Cergio prorrumpió en sollozos en mis brazos. Cuando, unos días después, los hermanos Prudencio, conscientes de la magnitud de lo que habían iniciado, me sugirieron que escribiera un artículo sobre el tema, les repliqué que no podía, porque el artículo ya estaba escrito y enviado a Presencia. Yo lo había titulado «Orquesta Universitaria de Instrumentos Nativos: nace un gigante» pero en redacción moderaron mi retórica y pusieron «Instrumentos nativos San Andrés».
Balada malhadada
Uno de los avances instigados por Carlos Rosso había sido la creación de la Orquesta de Cámara Municipal, que en aquellos años alcanzaba un auge de calidad. Sus presentaciones se habían convertido en un aporte central al quehacer musical de la época. Los conciertos eran quincenales, se realizaban en el Salón de Recepciones del Teatro Municipal y tenían un público leal, encabezado por el empresario Fernando Illanes, a quien se veía sin falta sentado en primera fila con su familia. Rosso se marchó del país en 1979, dejando una acefalía cubierta en un principio por Johnny Gelernter y luego por una sucesión de directores invitados. Uno de ellos fui yo, en un concierto en el que estrenamos mi Balada de Carla para trompeta y orquesta de cuerdas con Daniel Limache como solista. Daniel fue brillante y la orquesta, por lo menos en mi obra, se desempeñó muy bien, pero el público aquella noche no fue leal: hubo poca gente y faltaron, por primera vez, Fernando Illanes y su familia. ¿Tenían ya algún indicio de lo que iba a ocurrir? Era el 31 de octubre de 1979. En esos precisos momentos en el Hotel Sheraton el congreso de la OEA en su sesión final aprobaba una declaración proclamando a Bolivia «cuna de la democracia americana». Al día siguiente Bolivia fue sacudida de su cuna por el estrépito de tanques y ametralladoras: el Cnl. Alberto Natusch había derrocado al presidente constitucional interino Walter Guevara Arze. Con la tinta de su declaración todavía fresca en el papel, los delegados de la OEA tuvieron que cruzar barricadas para llegar al aeropuerto y volver a sus países.
Después de dos semanas de huelga general, bloqueos y combates callejeros, retornó una semblanza de calma y democracia, aunque éstas no podían ser completas con Luis García Meza a la cabeza de las Fuerzas Armadas. La Orquesta Municipal organizó un viaje a Cochabamba con el mismo programa del 31 de octubre. Una gira previa por Santa Cruz con otro grupo de cámara – tres voluntarios japoneses, Johnny Gelernter y yo – me llevó a Cochabamba por una vía distinta del resto de la orquesta. Llegamos a Cochabamba los que veníamos de Santa Cruz, pero no la orquesta que venía de La Paz: el ferrobús en el que viajaba había chocado contra un tren estacionario. Por fortuna no hubo fatalidades, pero sí heridos, algunos de gravedad, como el violinista Orlando Ayllón. Por si fuera poco, en Cochabamba uno de los colegas japoneses fue embestido por una motocicleta y hubo que llevarlo inconsciente al Hospital Viedma. Tras un comienzo tan accidentado, no se ha vuelto a tocar mi Balada, ni creo que me arriesgue a volver a programarla.
El segundo gobierno democrático interino fue un periodo tenso, marcado por signos ominosos y amenazas que no auguraban nada bueno, como la desaparición del padre Luis Espinal y el hallazgo de su cuerpo sin vida con claras señales de tortura. Recuerdo la expresión alarmada del director invitado de la Sinfónica, José Lanza, cuando antes de comenzar un concierto al que asistían dignatarios de estado me puse de pie y di unos pasos adelante para pedir un minuto de silencio por el padre Espinal. Después del concierto alguien de protocolo de la Cancillería se quejó airadamente al director por la insolencia que había permitido. ¿Por qué? ¿Quiénes estaban contra quiénes? Eran tiempos de confusión.
En lo musical se percibía un extraño vacío. Era innegable que la apertura democrática había enriquecido la vida cultural, y que la nueva generación musical empezaba a producir resultados con creciente confianza en sí misma. Lo paradójico es que se estaba produciendo un éxodo de figuras importantes. Villalpando, Rosso y Walter Montenegro estaban en misiones diplomáticas fuera del país; pronto partirían Rubén Silva y los amigos japoneses. Los grandes proyectos parecían haber quedado atrás, y faltaba la electricidad de años anteriores. Yo dedicaba todo mi tiempo libre a componer una obra orquestal que sabía imposible para nuestra Sinfónica. Nunca habían parecido tan frustrantes las limitaciones del entorno. ¿Era la ausencia de los que se habían ido? ¿O era – como está de moda preguntarse – porque, una vez librada de la represión, la sociedad había perdido su principal acicate creativo? Alguien debería estudiar este tema. En cuanto a mí, había llegado el momento de encarar lo impostergable y emprender un viaje de estudios. Partí pocos días después de emitir mi primer voto, en las elecciones de 1980. La noticia del golpe de estado de García Meza y sus infaustas secuelas me sorprendió en Tokio.
Años de peregrinaje
A fin de adherirme al tema principal de estas líneas me abstengo de narrar aquí mis aventuras en Japón. Sólo diré que estudié composición y violín con tres profesores admirables y volví a La Paz en 1983. El horror de García Meza y sus secuaces había pasado pero encontré al país sumido en otro tipo de turbulencia presidida por la UDP. Trabajé en la Orquesta de Cámara Municipal y enseñé en el Conservatorio, pero aun con los dos empleos era difícil subsistir. En lo cultural reinaba un torbellino que no dejaba de ser inspirador, pero las dificultades de la vida diaria asfixiaban los proyectos. Era difícil que fluyera la inspiración cuando no había pan en la tienda y cuando las olas de protesta se turnaban para paralizar un servicio público, luego otro, luego todos juntos en un paro general.
En este ambiente caótico me sostuvieron algunas cosas positivas. Un grupo de alumnos en la clase de armonía en el Conservatorio a los que daba gusto enseñar, entre ellos Luz Bolivia Sánchez, Jorge Irahola y los hermanos Canedo. Un proyecto de recopilación y arreglos de música judía, que realicé alentado por Johnny Gelernter, el cual culminó en un concierto de la Sinfónica y Coral Nova bajo la dirección de Ramiro Soriano. Un concierto de canciones turcas a cargo de Füsün Birced, para el cual hice algunos arreglos en colaboración con Marcelo Urioste. Una colección de taquiraris que Rogers Becerra me había mandado del Beni con el encargo de orquestarlos. Fue, pues, un periodo de arreglos y orquestaciones. La única composición original que pude realizar, una passacaglia a pedido de mi profesor japonés de violín, Takeshi Kobayashi, la retiré, insatisfecho, después de su estreno en Tokio. Y, en octubre de 1984, partí a Inglaterra. La primera obra que compuse allí fue el inicio de una nueva fase pero también un exorcismo de experiencias recientes: se llama Conversación en el cruce y es una escena semi-teatral en la que se discute una sucesión interminable de huelgas y conflictos.(7)
Resumiendo veintitrés años de actividad, diré que en el Reino Unido cursé una maestría y un doctorado, trabajé como compositor en residencia en la universidad de Belfast y luego fui docente en Dartington College y en la universidad de Newcastle, donde me encuentro ahora, en 2002. He compuesto sin pausa y, con un par de excepciones, todas las obras compuestas se han ejecutado, algunas por intérpretes y en escenarios importantes.
Mis retornos a Bolivia fueron esporádicos y breves al principio, pero en los últimos años han aumentado en frecuencia y duración. Fue Carlos Rosso quien me abrió otra vez una oportunidad académica al invitarme en 2001 a dar un curso intensivo en la versión resucitada del Taller de Música de la Universidad Católica Boliviana. Esto me ha permitido reincorporarme a la vida útil del país, y a través de ésta y otras experiencias me estoy familiarizando con un ambiente renovado. Villalpando ha consolidado su posición como el compositor emblemático del país, habiendo realizado una travesía prolífica de evolución estilística. Es, ahora más que nunca, el padre de la música contemporánea boliviana. Cergio Prudencio ha perseverado con la orquesta de instrumentos nativos, con la cual – además de su música para películas – ha adquirido una sólida reputación nacional e internacional. Nicolás Suárez, aparte de madurar como compositor, se ha hecho cargo del Conservatorio desde el cual ejerce una influencia beneficiosa y renovadora. Han hecho contribuciones valiosas Franz Terceros y Willy Pozadas.
Con agrado he comprobado el advenimiento de compositores nuevos, que se han preparado con seriedad y que son interlocutores válidos en el diálogo de la creación actual: Oldrich Halas, Javier Parrado, Gastón Arce y Juan Siles. Mayor que ellos, Roberto Williams ha puesto a Sucre en el mapa de la música contemporánea con sus proyectos innovadores. Entre los intérpretes, la pianista Mariana Alandia y el guitarrista Pastor Villca pertenecen a esa rara especie de ejecutantes de primera clase que promueven lo nuevo. El flautista Álvaro Montenegro cruza géneros y repertorios con volatilidad atlética, y veo con placer la llegada de inmigrantes capacitados, sobre todo de lo que fuera la Unión Soviética, cuya influencia ya se siente en La Paz y en Cochabamba. Con un ejército así se puede librar grandes batallas por la música en Bolivia.
Entretanto, el Instituto Laredo ha tenido tiempo para crecer y consolidar sus funciones. Tras sobrevivir la llorada pérdida de Franklin Anaya, ahora es un foco indiscutible de formación y promoción artística, ya no sólo en música sino también en danza y en teatro. Gracias al Instituto, Cochabamba vibra con música de todo tipo, y la Orquesta Sinfónica Municipal, de una calidad nunca antes oída en Bolivia, consiste en su absoluta mayoría en alumnos, exalumnos o profesores del Laredo. El Trío Apolo, iniciativa del dinámico pianista y astrofísico Emilio Aliss, ha hecho conciertos y grabaciones en los que la música de compositores bolivianos tiene sitio de prioridad. La obra que estoy componiendo actualmente es encargo de ellos.
Concluiré con una reflexión sobre la posición de compositores como Edgar Alandia, Jorge Ibáñez y yo mismo. Establecidos fuera del país, nos hallamos en la situación ambigua de ser visitantes en Bolivia y extranjeros en el país anfitrión. Esto podría verse, con malicia o compasión, como un estado de alienación, pero también, visto más positivamente, como un rol de emisarios de Bolivia en el mundo y del mundo en Bolivia. Aun las veces que no trabajamos con temática boliviana – y no siempre lo hacemos ni los expatriados ni los que viven en el país – el mundo nos identifica con nuestro origen. Todos los factores de identidad los teníamos formados antes de salir del país. Somos demasiado pocos para poder hablar de una diáspora, pero sí se puede decir que la música, como el resto de la cultura boliviana, es un árbol cuyas ramas se extienden por el mundo.
Por mi parte sé que, por encima de los experimentos y transformaciones de técnica y estilo, mi trabajo es una destilación de las esencias de las que estoy hecho: afectos, imágenes visuales y sonoras como el Illimani, el empedrado lustroso de las calles de Sopocachi bajo la lluvia, la voz vibrante de Benjo Cruz, la tierra roja del trópico, el taquirari leve y flotante de Montero, los perros en la noche cochabambina, y mil otras cosas que ahorro al lector por falta de espacio, o porque no las he comprendido aún, o porque se las ha llevado el olvido.
Newcastle, 2002.
Notas
(1) Anatole France (1844-1924), El libro de mi amigo, novela de 1885. Versión castellana de Luis Ruiz Contreras, Aguilar Biblioteca Premios Nobel, Madrid 1967. La afirmación referida está en el antepenúltimo párrafo de la dedicatoria.
(2) Agustín Fernández, Teoponte, ópera electroacústica estrenada por Innererklang Music Theatre el 23 de mayo de 1988 en el Bloomsbury Theatre, Festival Internacional de la Opera, Londres.
(3) Sombras, pasillo ecuatoriano, música de Carlos Brito, letra de Rosario Sansores.
(4) Alfonsina y el mar, zamba argentina, música de Ariel Ramírez, letra de Félix Luna.
(5) Agustín Fernández, Misa de Corpus Christi (1977) para barítono, coro de niños, coro mixto y orquesta, estrenada por David Campuzano, Niños Cantores del Valle, Sociedad Coral Boliviana y Orquesta Sinfónica Nacional dir. Agustín Fernández en junio de 1978 en el Teatro Municipal, La Paz.
(6) Cergio Prudencio, La ciudad (1980) para orquesta de instrumentos nativos y narrador, texto de Blanca Wiethüchter, estrenada por Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos dir. Cergio Prudencio, Paraninfo Universitario, La Paz.
(7) Agustín Fernández, Crossroads Talk (1984) para conjunto de cámara con acción escénica, estrenada por Gemini el 7 de diciembre de 1984, Eleanor Rathbone Theatre, Liverpool.