Taller de Música — testimonio y reflexiones
Este artículo fue originalmente publicado en la edición del Bicentenario de la revista Música Latinoamericana Hoy.
«Taller de Música» es la denominación dada al programa académico que albergó la Universidad Católica Boliviana en dos ocasiones, separadas por un lapso de veinticinco años, con la misión de formar líderes en música, en particular compositores y directores. En ambos casos el Taller se caracterizó por dedicarse a un grupo único, una sola cohorte de estudiantes que avanzaron hasta completar el plan de estudios, sin que le siguieran promociones sucesivas. La titulación resultante fue la de licenciado en música. Sus impulsores fueron el compositor Alberto Villalpando (1940-) y el director y gestor Carlos Rosso (1946-). La relevancia del Taller de Música se evidencia en el protagonismo de sus estudiantes y egresados en el quehacer musical de Bolivia desde la década de 1970 hasta el presente (2025).
Este artículo tiene el carácter de testimonio y no debe considerarse un estudio crítico en el sentido académico. Tal estudio será sin duda emprendido tarde o temprano por algún observador externo que emplee alguna metodología establecida y sobreponga el infaltable marco teórico que le prestará el requerido sello validatorio de un nombre renombrado como Žižek, Kristeva o quien esté en boga en ese momento. Entretanto ofrezco las remembranzas y reflexiones en primera persona de un participante directo cuya experiencia personal, almacenada en la memoria por décadas y ahora procesada para ser descrita y sopesada, inevitablemente viene matizada por la subjetividad. Ésta incidirá en cualquier intento de evaluación objetiva. Huelga decir que otros exalumnos podrán tener reminiscencias distintas, tal vez en algunos aspectos divergentes de las mías. Como han anotado juristas, historiadores y psicólogos, el haber sido testigos presenciales no nos hace custodios únicos de la historia. Es posible que nos contradigamos unos a otros sin que ninguno esté necesariamente faltando a la verdad.[1] Como dice Bartlett,
«Recordar no es la re-excitación de innumerables trazas fijas, inertes y fragmentarias. Es una reconstrucción imaginativa, hecha con la relación de nuestra actitud hacia toda una masa activa de reacciones y experiencia pasadas y organizadas.»[2]
Lo mejor que podría surgir de tales posibles divergencias es que otros se vean movidos a escribir su propia versión, dando lugar a un diálogo que no podría dejar de ser esclarecedor. Aunque para redactar estas líneas he consultado aspectos concretos con exalumnos de los dos talleres, los puntos de vista expuestos son míos, así como cualquier error fáctico. Me resulta inevitable concentrar mi atención en el Taller que viví en carne propia, el primero (1974-1978), aunque me refiero también al segundo Taller allí donde el contexto lo permite sin forzar una simetría artificial.
Nacimiento del Taller
El Taller de Música nació de una conjunción de factores. Entrada la década de 1970 dos músicos bolivianos unidos por una estrecha amistad volvieron a encontrarse en La Paz después de sendos viajes de estudios, uno más reciente que el otro. Llegaba cada uno con su bagage de sueños e ideas, y juntos soñaron con emprender una acción nueva que despertara a su país del letargo musical en el que lo encontraban: un proyecto que formara a individuos capaces de dinamizar la vida musical y que pusiera a Bolivia en el mapa de la música contemporánea. La fuerza motriz que permitió que el sueño alzara vuelo provino de Monseñor Gennaro Prata. Hombre de un dinamismo excepcional, a la sazón obispo auxiliar de La Paz, Prata (1923-2005) había logrado vencer ingentes obstáculos legales, políticos y económicos para fundar la primera universidad privada del país, oficialmente establecida en 1966 con el nombre de Universidad Católica Boliviana y con el propio Prata como rector. Quiso la providencia que, además de estar dotado de personalidad arrolladora, energía al parecer ilimitada y gran capacidad de negociación, Monseñor Prata amaba la música. Carlos Rosso se había incorporado a la nueva universidad en 1968 como director de extensión cultural y del coro universitario, funciones que retomó al volver de su viaje de estudios. El coro era para Prata más que un símbolo de la institución: era la joya en su corona y ocupaba un lugar especial en los afectos del rector, para quien la participación del coro en los actos institucionales revestía máxima importancia.
La idea del Taller de Música obedecía también a otro tipo de imperativo, que no por ser de índole personal ha de subestimarse. Villalpando y Rosso estaban conscientes de haber alcanzado un grado de profesionalización más alto que el que los rodeaba en el ambiente musical boliviano. Su formación, sus experiencias y sus pasiones musicales, así como estrechaban el vínculo entre ellos, también constituían factores de aislamiento de su entorno. Habiendo optado por dejar atrás los ambientes vibrantes, respectivamente, de Buenos Aires y Varsovia para volver a su país, ahora debían enfrentar en La Paz el silencio del páramo, donde los nombres de Stravinsky, Malipiero o Lutosławski no significaban nada y el sonido de sus obras era un delirio remoto. Los dos amigos contaban el uno con el otro, pero necesitaban ampliar la conversación a un círculo viable de interlocutores. Ansiaban expandirse, formar adeptos, tener colegas, en suma: estar menos solos. Villalpando ha expresado con franqueza el vacío en el que se sintió sumido tras la muerte de sus amigos y colegas Marvin Sandi en 1968 y Florencio Pozadas en 1969.[3] La soledad profesional y amical sin duda pesaba aún en su ánimo a mediados de la década siguiente.
No he sido confidente de los pormenores de la gestación, de quién surgió la propuesta original ni cómo se financió.[4] Más de una vez oí decir que el financiamiento del proyecto, en todo o en parte, provenía de fondos privados de la familia de Monseñor Prata en Italia. No puedo dar fe de ello. Lo que sí se evidenció desde el primer momento fue el apoyo constante del rector, su interés en los asuntos del Taller y su influencia directa en algunos aspectos de su trabajo, en especial los tocantes a sus apariciones públicas.
Fuera como fuere, el Taller de Música vio la luz en el primer semestre de 1974. Cuatro alumnos que ya recibíamos clases de composición de Villalpando en su casa fuimos reclutados por el Maestro. Éramos Juan Antonio Maldonado, Willy Pozadas, Freddy Terrazas y yo. Rosso a su vez alistó a un grupo que gravitaba en torno a él. Otros fueron llegando a medida que se esparcía la noticia de la existencia del Taller.
Flexibilidad de admisión
Aquí me detengo un instante para formular mi primer juicio crítico. Una mayoría de los que se incorporaron después del inicio de la carrera — algunos mucho después — asistieron por un tiempo y terminaron abandonando sus estudios. Conjeturo que al no haber pasado por la fase preparatoria de estudiar con Villalpando o Rosso y no haber tenido la oportunidad de comprender los principios que animaban el proyecto antes de ingresar, llegaron al curso con actitud exploratoria y, viendo que no era lo que esperaban, se retiraron. Era imposible no solidarizarse con las frustraciones y desengaños, sin duda traumáticos para ellos, que habrán incidido en los actos y decisiones de cada uno de esos alumnos transitorios. Al mismo tiempo, no era posible ignorar que, para los que permanecíamos, esas llegadas tardías y partidas prematuras, si bien enriquecían la diversidad del grupo, le restaban cohesión y lo desestabilizaban. Cada partida era una pérdida lamentada y significaba un realineamiento de la dinámica grupal. Debo suponer que la universidad, ansiosa por conseguir que el Taller de Música lograra su sostenibiilidad financiera, ejercía presión para que se maximizara el reclutamiento. Sólo así se explicaría la admisión, a destiempo, de alumnos cuya preparación era insuficiente o, en algunos casos, cuyo compromiso con la disciplina era marginal. Excepciones notables fueron músicos de dedicación incuestionable como Guido Aguilar, de Guatemala, quien hubo de escoger entre las dos carreras que estudiaba, o Rubén Silva, quien llegó tarde pero se integró con facilidad vertiginosa hasta convertirse en uno de los alumnos más aventajados antes de partir para completar estudios de dirección orquestal en Polonia. Ambos han hecho carreras exitosas en sus países de destino. El segundo Taller (1999-2003) también se vio mermado a medio camino, perdiendo nueve de los veinte alumnos que iniciaron, pero una vez que la cifra llegó a once mantuvo cierta cohesión y estabilidad.[5]
¿Elegidos o condenados? La narrativa del Taller
La narrativa del Taller de Música — o «la mística» según el término que se prefería entonces — fue explicada con abundancia en la etapa inaugural del primer Taller, y sus principios fueron invocados a lo largo de la carrera de estudios, a menudo con carácter admonitorio a fin de dirimir cuestiones de desempeño académico o de lealtad institucional.
En esa narrativa, nosotros representábamos la vanguardia de la música en el país. Esto se refería no solamente a la música que profesábamos cultivar — repertorio contemporáneo de corte modernista — sino también a la noción de estar más adelante, más avanzados que cualquier otro centro de estudios de Bolivia. No es éste el lugar para hacer un diagnóstico comparativo del estado de las otras escuelas de formación musical de la época, pero lo cierto es que el liderazgo de dos personalidades carismáticas y ambiciosas, el énfasis en reclutar a los mejores alumnos y a los mejores profesores, la intensidad del estudio y la agilidad administrativa con un mínimo de burocracia, todo eso hacía que nos fuera fácil creer que el Taller de Música era, para decirlo sin ambages, lo mejor. Se nos hacía sentir que éramos los mejores, y no mediante simple adulación sino a través de la charla motivadora, el reto y la exigencia. Podría decirse, y sin duda se dijo, que se trataba de un proyecto elitista. Si lo fue — y no perderé tiempo tratando de negarlo — el elitismo se basaba no en clase social ni capacidad económica, sino en voluntad.
Había también un posible elitismo de orden intelectual en la noción socioestética del artista, concepto propugnado especialmente por Rosso. Según ese concepto el artista era un ser distinto en la sociedad, separado de ésta por su vocación, su sensibilidad y su dedicación absoluta a su arte. En algunos aspectos el artista era más dueño de sí mismo que el resto de los mortales, siendo la disciplina lo que le permitía producir su arte. En otros estaba más cercano a la naturaleza, gracias a su independencia de espíritu y su relativa libertad de las convenciones sociales. Los escritos de Thomas Mann se invocaban con frecuencia, en especial Doctor Faustus que era lectura obligatoria. Resultaba fácil localizar en esta novela la fuente del absolutismo artístico que se nos planteaba. El personaje central, Adrian Leverkühn, es un compositor cuya obsesión por realizar la grandeza de su arte le induce a optar por la soledad y la esterilidad emocional. Su pacto fáustico consiste en trocar veinticuatro años de genio creativo a cambio de renunciar a la cercanía emocional con sus semejantes. Reflejo de los eventos en Alemania durante el ascenso del nazismo, la música de Leverkün se torna cada vez más radical, llevándole a descubrir o inventar el método de composición con doce tonos. La dodecafonía consagra la pureza creativa a la que aspira este compositor, al precio de abjurar de la expresión emocional. El triste final de Leverkühn ratifica el destino trágico de toda opción absolutista y la autodestrucción de quien abdica de su humanidad en pos de una aspiración de grandeza. En lo musical es fácil discernir detrás de Leverkühn a las figuras de Schoenberg con sus doce tonos y de Mahler con sus grandes producciones sinfónico-corales. En lo personal y filosófico vislumbramos a Nietzsche con su aislamiento voluntario, su intelectualidad devoradora y una serie de detalles biográficos coincidentes entre él y Leverkühn.[6]
Quedaba poco claro, y a esta distancia en el tiempo queda menos claro aún, si esa noción de excepcionalismo artístico se nos ponía delante como un modelo a seguir. De no ser así sería difícil explicar el lugar preeminente que se le dio en el currículo. ¿Éramos nosotros — o debíamos aspirar a ser — ese artista anacoreta empeñado en consumirse por su arte? Desde el pragmatismo de hoy la idea podrá sonar ridícula, pero cincuenta años atrás, con la autodestrucción revolucionaria de Ñancahuazú y Teoponte todavía fresca en la consciencia colectiva, la idea podía parecernos inalcanzable o indeseable, pero ridícula ciertamente que no, menos aún para los jóvenes impresionables que vivíamos la experiencia inmersiva del Taller y nos embebíamos en la prosa seductora de Thomas Mann. Hoy recuerdo este componente del programa con cierta incomodidad, como una extralimitación de la instrucción musical y una intrusión en nuestras subjetividades. Es posible que yo, siendo el más joven del grupo, me haya tomado el tema más en serio de lo previsto, y que haya vivido y sufrido la tragedia de Leverkühn demasiado de cerca antes de llegar a la única conclusión posible — el rechazo al modelo fáustico. Si me preguntaran «¿pero te hizo algún daño?» tendría que contestar que no, a menos que contemos como daño la incomodidad mencionada. El conocimiento no perjudica, menos aún el de una obra cimera de la literatura del siglo veinte. Es el énfasis que se puso en el tema, a mi parecer desmedido, lo que se ha incrustado en la memoria como un guijarro en el zapato. Acaso la evaluación más equilibrada que se pueda hacer es que el estudio de Doctor Faustus sirvió para expandir el horizonte intelectual de los alumnos, obligándonos a cuestionar nuestra posición en el arte y la sociedad.[7]
Enseñanza y aprendizaje
En la práctica, el programa discurría con intensidad y — si se toma en cuenta que se impartía por vez primera — con sorprendente fluidez. Las clases eran diarias, prolongadas e intensas. Villalpando enseñaba armonía, contrapunto y, aun antes de que definiéramos nuestras especialidades, composición.
«A la enseñanza y el aprendizaje en el Taller les sobraba en pasión y amenidad lo que les faltaba en método, pero debo destacar las clases de Villalpando – armonía, contrapunto y composición – siempre bien preparadas y claramente explicadas. Villalpando enseñaba con autoridad serena y sus observaciones dejaban entrever una sensibilidad amplia, irreverente y curiosa por lo nuevo. Exudaba una espontaneidad casi infantil, y su entusiasmo por la música, la literatura y la vida era contagioso. Empapado de un modernismo con tendencias atonales, a veces aleatorias, en sus clases daba muestras de desear que yo escribiera en un lenguaje más vanguardista que el que yo utilizaba, pero su respeto por la individualidad del alumno le impedía presionarme o ser destructivo con mi trabajo.»[8]
En sus clases y en sus interacciones con los alumnos, entonces y siempre, Villalpando supo calibrar sus actos y comunicaciones con equilibrio admirable entre instrucción, respeto, profesionalismo, apoyo y amistad.
Hacia el comienzo de la asignatura de armonía tropezamos con un giro inesperado. Villalpando había previsto llevarnos por la ruta cronológica partiendo de la armonía clásica y progresando gradualmente a través de los avances históricos. Resultaba evidente que había mucho material que cubrir antes de llegar a la armonía del siglo veinte. Eso suscitaba la impaciencia de aquellos que ya habíamos comenzado a explorar técnicas contemporáneas, algunos bajo la guía del propio Villalpando. Para éstos, la perspectiva de tener que esperar años para volver a componer como habíamos empezado antes del Taller era una incongruencia. Esta situación fue analizada en la clase y, por obra de la empatía lúcida y tranquila del Maestro, se adoptó un plan de acción que nos permitiría continuar componiendo y explorando técnicas recientes al mismo tiempo que proseguir con el programa cronológico de armonía y contrapunto. Este ejemplo de democracia directa tal vez sólo haya sido posible gracias al carácter experimental de un programa que tomaba forma a medida que se impartía. No quiero decir que haya habido improvisación; sí que hubo flexibilidad. Dicho sea de paso, la configuración adoptada en este caso era la misma que, con mucho más tiempo de preparación y debate, encontré en los programas de universidades británicas en las que he estado involucrado, en las que desde el primer año de estudio de composición se trabaja con materiales actuales o recientes, mientras que la armonía histórica es objeto de estudio separado.
Rosso enseñaba aspectos generales de musicalidad, repertorio e interpretación, además de introducir los principios de dirección coral y orquestal. Más que un profesor en el sentido convencional, su rol se asemejaba al modelo de «motivadores y guías» que él esbozara al inicio.[9] Resultaba evidente que era Rosso quien, siendo parte permanente de la estructura de la universidad, gestionaba el proyecto y abogaba por él ante la jerarquía institucional.
Hubo además una sucesión de profesores contratados para asignaturas específicas: Carlos Seoane en historia de la música, Sarah Ismael y después Camila Villalpando en piano complementario, Carlo Pianese en Latín, Ruben Vartanyan en dirección de orquesta. El brillante Luis Espinal no iba al Taller, sino que nosotros acudíamos a su concurrida clase de técnicas cinemáticas, una asignatura extracurricular ofrecida a todas las carreras. El Taller incluyó también cursillos intensivos con profesores visitantes de otros países: repertorio actual para piano con Peter Roggenkamp, música polaca con Andrzej Dutkiewicz, técnicas de composición con Edgar Alandia. El muy venerado José Antonio Abreu nos brindó una charla fascinante sobre el universo musical que habitábamos, así como una clase magistral de composición algo desconcertante.[10]
Guardo para el final de la lista a la profesora que causó la impresión más fuerte y dejó la huella más honda y duradera: Blanca Wiethüchter, quien tuvo a su cargo la asignatura de literatura. Para evitar duplicación cito de otro escrito mío en preparación:
«Blanca dictó varios semestres de literatura. Bastó su primera clase para que los alumnos cayéramos bajo el embrujo de su mirada vivaz y penetrante, su don de la palabra y su capacidad expositiva. Nos asignó lecturas desafiantes y nos introdujo en la práctica de la crítica literaria, que por entonces tenía más de estética y filosofía que de política. Sus clases no eran nada fáciles, pero ella las hacía atractivas, entretenidas y motivadoras. Pese a ser una poetisa en la plenitud de su actividad creadora, nunca nos hizo estudiar nada escrito por ella.»[11]
Además de su deslumbrante aporte personal, Wiethüchter tuvo la idea notable de propiciar una visita del icónico Jaime Sáenz al Taller.
«Al parecer satisfecha con la dinámica que estaba obteniendo en su clase, Blanca nos dio un regalo que nunca olvidaríamos: a una de sus sesiones trajo como invitado a su amigo Jaime Sáenz. A través de Blanca sabíamos ya bastante del renombrado poeta, pero nada podría habernos preparado para la realidad del hombre que apareció ante nosotros. Envuelto en un raído abrigo de lana de otras épocas, llegó con el pelo despeinado y unas gafas verde oscuro que actuaban como cortina entre su mundo y nosotros. Su palidez cadavérica evidenciaba su hábito legendario de vivir de noche y descansar de día. Nadie mencionó cuánto esfuerzo le habría costado hacer una excepción para visitarnos en horas de la tarde. Mucho me pesa no haber escrito notas tan pronto como terminó esa charla, ya que las remembranzas concretas que ahora consigo excavar escasamente hacen honor a lo extraordinario de la ocasión. Bastaron unos minutos para que supiera que me encontraba frente a un personaje del todo fuera de lo común, tan original que estar en su presencia significaba poner un pie en un mundo diferente, terrible, fascinante. Uno se daba cuenta de que esa presencia, si uno la frecuentase, exigiría renunciamientos, ofrendas, sacrificios de la individualidad propia para rendir culto a esa personalidad arrolladora, absorbente, destructiva. Una de mis primeras impresiones al oír hablar a Sáenz fue de familiaridad: ahí estaba la fuente de palabras y expresiones que usaban Villalpando y Wiethüchter, e inclusive de ciertos modos de ver las cosas que les caracterizaban. Resultaba evidente que ellos habían caído bajo el hechizo. Recuerdo que Sáenz nos tuvo hipnotizados por el par de horas que duró su charla, pero he olvidado las cosas que dijo. Sólo atino a rescatar mi sensación predominante de paradoja frente a un hombre que se mostraba comprometido con su función en la sociedad y su preocupación ante los problemas del mundo, pero al mismo tiempo se marginaba de manera radical.»[12]
El coro de la universidad constituía un recurso valioso. Como ya se ha dicho, el coro era la cara pública del Taller, el trofeo que Monseñor Prata exigía y ostentaba para justificar la existencia de un programa de música. Por otro lado Rosso supo capitalizar esa agrupación interdepartamental para beneficio de los alumnos de música. El repertorio del coro sirvió como material de análisis y el propio coro fue vehiculizado para las clases de dirección y para ejecutar arreglos hechos por los alumnos de composición.[13] Es quizá sorprendente que coristas voluntarios se prestaran de buen grado a ser utilizados de esta manera. Una explicación podría ser que los estudiantes de música, si bien no éramos mayoría, éramos un núcleo importante. La regularidad de los ensayos y actuaciones, puntuada por viajes ocasionales, fomentó que se forjaran lazos de interés y camaradería, lo cual explicaría la buena disposición del coro para los experimentos del Taller de Música.
La «mística» del Taller percoló en los alumnos infiltrándonos un celo casi militante en torno al centro de estudio y a sus dos directores. La labor compartida rebalsaba los límites de las clases extendiéndose a otras actividades vinculadas: el coro, la Sinfónica (que por tiempo breve tuvo a Rosso como director), la Orquesta de Cámara Municipal y la Orquesta Sinfónica Juvenil (ambas creadas y dirigidas por Rosso). La fraternización abarcaba también lo social. No era raro que alguna tardecita nos decolgáramos después de clases a La Tranquita, un cuchitril acogedor en la Avenida Héctor Ormachea, para disfrutar veladas ingestolibatorias que Wiethüchter presidía con la gracia y vitalidad que la hacían el alma del grupo. Era también común coronar conciertos y otros eventos trasegándonos a algún local o a la casa de alguno de los maestros o alumnos. Compartíamos tanto — académico, laboral y social — que podía decirse que el Taller se había adueñado de nuestras vidas.
Esa intensidad de estudio, trabajo y convivencia nos ponía en un gran turbocompresor de exploración, aprendizaje y crecimiento. El efecto era arrollador. El torbellino de información, exigencias y experiencias provocaba una suerte de vértigo que bajaba las defensas haciéndonos permeables a la recepción de conocimiento y destrezas. Alguien, tal vez Rosso, teorizó el bombardeo de experiencias al que se nos sometía, no siempre en secuencias reconocibles de cronología o complejidad, denominándolo «caos creador».
Inevitablemente esa intensidad desembocó en puntos de crisis. Uno de ellos, que hoy recuerdo no sin cierto bochorno, fue una rebelión de un subgrupo en el que estaba yo. Nos amotinamos contra lo que veíamos como el uso instrumental y utilitarista de mano de obra estudiantil en actividades públicas que no nos reportaban ningún crédito. Amenazamos con la medida kamikaze de retirarnos del Taller, cosa que fue impedida por el sobresalto de nuestras familias, la reacción serena de los maestros y la intervención firme de Monseñor Prata. Al margen del rubor que causa recordar ese incidente, hoy lo considero una reacción de personalidades en transición ante la intensidad acaparadora del Taller. De aquel modo desmañado tratamos de afirmarnos como individuos y emanciparnos de la influencia absorbente de nuestros maestros. Escribiendo estas líneas, guiado quizá por la necesidad otoñal de reconciliarse con el pasado, excuso lo ocurrido como un acto de rebelión juvenil, no menos embarazoso por haber respondido a un mandato visceral de crecimiento personal.
¿Evaluar el Taller?
Puede parecer algo tarde para emprender una evaluación de un proyecto que terminó en 2003. Empero su importancia formativa y las reverberaciones que se siguen sintiendo, a medio siglo del primer Taller y a un cuarto del segundo, ameritan que tomemos un momento para considerar sus aciertos y sus limitaciones. Confío en que habrá almas valientes que lanzarán proyectos parecidos en el futuro; ellas merecen que les dejemos nuestra valoración honesta de lo que se ha hecho.
Frente al reto de evaluar esta aventura notable, recalcaré algo que ya he dado a entender con bastante claridad: el activo principal del Taller fueron sus directores, Alberto Villalpando y Carlos Rosso. Ellos supieron desplegar su reputación y su carisma personales para convocar y en lo posible retener a dos generaciones de jóvenes deseosos de hacer carrera musical. El haber emprendido este proyecto, logrando insertarlo en una universidad prestigiosa pero manteniendo autonomía de currículo y de personal constituye un logro descomunal. La inversión de tiempo y energía que hizo falta no puede ser subestimada; es justo reconocer que requirió una generosidad lindante con la abnegación. El posible elemento de recompensa personal indicado al principio de este artículo — la búsqueda de un alivio a la soledad profesional — no puede haber motivado el segundo Taller, ya que para entonces ambos maestros se encontraban rodeados de discípulos y colegas en un ambiente musical bastante más poblado y diverso que el de veinticinco años atrás. Viendo la religiosidad cristiana que expresa Rosso en sus intervenciones de los últimos años, es tentador comparar la misión cumplida en el Taller con un apostolado. En el plano humano y personal, Villalpando y Rosso mostraron el uno con el otro un modelo de fraternidad raras veces vista. Cooperación en el trabajo, amistad en lo social, apoyo mutuo en todas las circunstancias: su alianza sin fisuras visibles actuó como un faro en la oscuridad de la sociedad circundante, siempre estragada por rivalidades tribales y maledicencias entre colegas.[14]
La inserción del programa en una universidad que, aunque joven en 1974, ya gozaba de prestigio institucional, respaldada por el prestigio aun mayor de la Iglesia Católica, sirvió sin duda para atraer postulantes y para tranquilizar a nuestros padres en cuanto a la seriedad del proyecto. Una vez adentro, el vernos apoyados por mecanismos institucionales bien gestionados contribuyó a que los alumnos nos sintiéramos seguros navegando en un navío que no se iba a hundir en cualquier momento. En el primer Taller, la figura tutelar de Monseñor Prata reforzó en gran manera esa sensación de seguridad. En contraste con el mundo exterior donde el valor profesional de la disciplina que estudiábamos era cuestionado, en la Universidad no sólo éramos parte indiscutida de la institución, y no sólo éramos tomados en cuenta junto a las carreras «serias», sino que gozábamos de la atención especial y el afecto del rector. El entorno físico que ofrecían los jardines bien cuidados en la calma relativa de Obrajes también fomentó un ambiente de bienestar laboral.
Exalumnos
La evidencia más a la mano de que el Taller de Música fue un éxito está en el rol prominente de sus exalumnos en la vida musical boliviana de los últimos cincuenta años. Varios de ellos comenzaron a destacarse ya antes de que el primer Taller terminara, y la mayoría de ellos ha continuado en posiciones de prominencia desde entonces. Para nombrar a unos pocos, Cergio Prudencio se considera uno de los compositores más representativos del país, conocido también por su dirección de la Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos y, en años recientes, por su dirección acertada de las obras orquestales de Villalpando.[15] Nicolás Suárez, autor de la ópera Compadre, es infatigable y muy apreciado como compositor, arreglista e intérprete en varios géneros musicales, además de haber dirigido el Conservatorio Nacional de Música por cinco años. Willy Pozadas, vinculado a la Orquesta Sinfónica Nacional y al Conservatorio, se ha desempeñado como percusionista, director y pedagogo. Rubén Silva, actual director de la Orquesta Filarmónica de Calisia, Polonia, ha hecho una carrera exitosa en ese país, cuyo presidente le ha conferido Medalla de Oro por años de servicio a la música, el mismo año en que le fuera otorgada la medalla de plata Gloria Artis por logros artísticos.[16] Franz Terceros ha aportado obras al repertorio nacional además de una larga labor de docencia que incluyó la rectoría del Instituto de Formación Artística Bellas Artes de Santa Cruz.[17] José Luis Prudencio, una de las figuras centrales en la creación de la primera orquesta de instrumentos nativos en la Universidad de San Andrés, ha logrado éxitos en México como intérprete y compositor de música popular. Freddy Terrazas ha sido director titular de la Sinfónica de Bolivia. Jorge Aguilar se ha desempeñado como clarinetista, pedagogo y promotor de música para vientos, incluyendo la dirección de la Banda del Conservatorio Nacional de Música. Yo mismo, pese a haber radicado en el Reino Unido gran parte de mi vida, desde allí cumplí un rol internacional representativo y retorné repetidas veces para liderar proyectos innovativos, sobre todo en Cochabamba.
Entre los exalumnos del segundo Taller, el actual director de la Sinfónica, Daniel Montes, es exalumno, como lo fue el anterior, Weimar Arancibia. Bertha Artero se está labrando renombre como compositora desde su actual base en Berlín. Raquel Maldonado es directora e impulsora del Ensamble Moxos y directora de la Orquesta Femenina de Bolivia. Hugo de Ugarte es codirector de las Jornadas de Música Contemporánea en Cochabamba y actual jefe de la carrera de música en la Universidad Mayor de San Simón. Canela Palacios, además de su labor creativa, tras haber grabado un disco con su compañera de promoción Adriana Aramayo ha sido impulsora del colectivo Casa Taller, en colaboración con Lluvia Bustos y Sebastián Zuleta, ambos también exalumnos y creadores. Alexandra Wayar es una de las voces principales de la escena lírica en La Paz. Y la lista continúa.
¿Causa y efecto?
Ante este desfile de nombres y logros, surge la pregunta ¿fuimos todos hechura del Taller de Música? ¿El Taller nos formó, o simplemente supo captar el talento que ya latía en el entorno, listo para manifestarse, cosa que habría ocurrido de todas maneras con Taller o sin él? Cuando se lanzó la convocatoria al primer Taller, no existía nada parecido en el país. Era natural que se volcara con avidez toda una generación ansiosa por expresar y cultivar su vocación. Cuando se anunció el segundo había otras ofertas en La Paz, pero la reputación de Villalpando como el líder indiscutido de la creación musical boliviana se había afianzado hasta tal punto que la atracción debe de haber sido irresistible para los jóvenes talentosos del momento. El prestigio de Rosso era también considerable, aunque en la práctica él tuviera la modestia de compartir la cátedra de dirección con Ruben Vartanyan en el primer Taller y con Ramiro Soriano en el segundo.[18]
Un ejemplo concreto cristaliza la duda: en la primera mitad de 1975 el Comité del Sesquicentenario convocó a un concurso de jóvenes compositores. El reto era componer una obra orquestal a ser estrenada en el concierto del Sesquicentenario junto a obras nuevas encargadas a Villalpando y a Atiliano Auza. Resultó ganador un alumno del Taller, el autor de estas líneas. ¿Se puede afirmar que en el corto tiempo transcurrido desde su inicio — un año o menos — el Taller hubiera logrado ya formar a ese joven compositor? Me hago la pregunta con curiosidad genuina. Mi respuesta, necesariamente provisional y especulativa, es que tal vez habría podido escribir la obra ganadora sin el Taller de Música, pero no sin Alberto Villalpando. No es que la pieza haya sido resultado directo de sus enseñanzas; es más, no olvido que mi trabajo dejó insatisfecho al Maestro por parecerle insuficientemente vanguardista. Fue él quien sugirió el título de Rapsodia en estilo antiguo, acaso a manera de deslindar responsabilidad por que saliera de su Taller una música conservadora. Pero lo importante es recordar que para entonces él ya había propiciado un ambiente de trabajo, promovido una rutina de producción y establecido un foro de discusión y crítica constructiva de obras en proceso. Creo improbable que mis ideas hubieran podido alzar vuelo sin estos factores, todos debidos a Villalpando. El que hubiera transcurrido tan sólo un año desde la apertura del Taller y quizá tres o cuatro meses más desde la primera clase del grupo de Viillalpando en su casa muestra, sin duda, la avidez del alumno, pero también la intensidad de la experiencia del Taller de Música. La justicia y el rigor analítico exigen mencionar dos contribuyentes externos al tema: mis estudios previos en un colegio privilegiado por su énfasis en la música — el Instituto Laredo — y mi trabajo diario, simultáneo al Taller, como violinista y después violista en la Sinfónica, el cual fue un aprendizaje en sí mismo.
Por otro lado está el caso de Rubén Silva, quien se incorporó al Taller en el segundo año trayendo su formación producto de años de estudio en el Conservatorio. Aprovechó al máximo su tiempo con nosotros, sin desligarse del Conservatorio cuya orquesta dirigía con gran acierto. Podría parecer una exageración reclamar para el Taller el crédito de haber formado a este director exitoso, pero él no admite dudas al respecto y se expresa con gratitud profusa hacia los estudios, profesores y compañeros que le procuró el Taller.[19] Un caso comparable es el de Daniel Montes, exalumno del segundo Taller y actual director de la Sinfónica. Montes ingresó un año después del inicio y partió un año antes del fin. De igual modo se podría poner en duda su proveniencia del Taller de Música, pero de igual modo él es enfático en resaltar la importancia determinante del Taller en su formación.
Por lo demás, sin duda corresponde a cada exalumno aquilatar el rol del Taller en su formación musical. Sospecho que habrá un rango de respuestas, pero me sorprendería que no coincidieran en subrayar la deuda de gratitud hacia este singular proyecto educativo.
Los límites de la ambición
Los errores, que sin duda los hubo, se han desvanecido en un justo olvido. Se hizo lo que se pudo venciendo grandes dificultades, y pese a ellas se llevó el proyecto a su conclusión prevista. Incluso se llegó más lejos de lo previsto, ya que la publicidad inicial ofrecía la titulación «diploma de estudios superiores»[21] mas al cabo de cuatro años de estudio aquéllos que completamos proyecto de grado y memoria de estudios pudimos optar al título de licenciatura. Sólo quedan algunas observaciones de fondo sobre aspectos que limitaron el alcance del proyecto.
Villalpando, exalumno del Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales en el Instituto Torcuato di Tella, y Rosso, exalumno de la Escuela Superior de Música de Varsovia, conocían el poder transformador de trabajar con figuras de perfil mundial como Malipiero, Messiaen, Dallapiccola o Wisłocki. ¿Habría sido tan difícil atraer a personajes de esa talla al Taller, digamos en el tercer año? Bolivia vivía un periodo de estabilidad (por forzada que fuera bajo la dictadura de Banzer), La Paz era un destino por demás atractivo para visitar, y no faltaban los buenos contactos en las embajadas, el municipio y el gobierno central. Rosso no era ajeno a pensar en grande, como lo demostró al concebir e implementar ideas ambiciosas que cambiaron el paisaje musical de la ciudad. Me costaría creer que, de haberlo intentado, nuestros directores no habrían logrado traernos a personajes de gran resonancia. ¿Por qué no lo hicieron? Se suponía que éramos los escogidos, y la promesa era brindarnos la mejor experiencia educativa disponible. Sólo atino a pensar que no nos consideraron dignos, digamos mejor listos, para interactuar con los pesos pesados del mundo. Si así fue, no les faltó razón. Rememoro el trabajo que producíamos en 1977 y, visto a través del prisma de décadas de experiencia posterior, me sonrojo al imaginar lo que habría comentado Nono o Lutosławski. Yo, profesor de composición, no habría expuesto a mis alumnos ni a mis huéspedes ilustres a esa situación.[22]
Ahondemos un poco más. Si Villalpando en Buenos Aires en 1964 se había beneficiado grandemente del contacto, digamos, con Messiaen ¿por qué sus alumnos en La Paz una década más tarde no estábamos listos para la misma experiencia? ¿Estaba fallando el Taller en su misión de formarnos a un alto nivel de profesionalismo? La respuesta no es tan simple y la pregunta adolece de un error de categorías. Primero, el CLAEM de di Tella no admitía a alumnos de pregrado, sino a compositores avanzados que ya se habían distinguido en sus países de origen. La selectividad en el CLAEM era, pues, más rigurosa y configuraba un nivel más elevado. Segundo, ningún alumno es sólo producto de la escuela donde estudia sino también, en gran medida, del entorno en que vive. El Taller de Música, por excelente que fuera, no podía compensar las deficiencias estructurales del medio circundante. La Paz estaba lejos de contar con orquestas enteramente profesionalizadas, casa de ópera, bibliotecas de música y tantos otros recursos que Buenos Aires prodigaba al estudiante. Se puede decir lo mismo respecto de la experiencia de Rosso en Varsovia. El Taller de Música era una isla en un océano de filisteísmo; aquello que lo hacía tan especial y precioso era al mismo tiempo una de sus principales limitaciones.
El segundo Taller (1999-2003) se desenvolvió en una realidad menos aislada del resto del mundo. En mi visita de 2000 encontré a un alumnado mejor informado, más cohesionado y menos desigual que el grupo de mi mocedad. Esto se reflejó en la calidad del trabajo que produjeron y que tuve la oportunidad de examinar. Aquellos alumnos, por lo menos los que recuerdo, no habrían estado fuera de lugar en una clase magistral con alguna gran figura del mundo. Acaso los directores lo entendieran así y acaso por eso me invitaron cuando yo era docente en Inglaterra. Se podría haber ido más lejos. Se podría haber traído a una figura de perfil mundial.
«Una excelente plataforma para aprender y compartir la búsqueda del conocimiento con espíritus afines.» Sin ser palabras textuales, esta evaluación permea las reminiscencias de los exalumnos de ambos talleres con quienes he consultado. Sin embargo la mayoría, entre ellos yo, recordamos también nuestras frustraciones al llegar a otros países para continuar nuestros estudios y darnos de bruces con todo lo que deberíamos saber y no sabíamos, todo lo que deberíamos poder hacer y no podíamos.
En mi caso, la laguna principal era mi escasa comprensión de la música del siglo veinte. Tuve que reconocer que la retórica vanguardista del Taller de Música no se había traducido en un estudio detallado de los compositores y sus obras. Hube de admitir que no había aprendido una metodología para desentrañar los procesos estructurales de la música postonal y que del propio serialismo dodecafónico comprendía a duras penas el abecedario más rudimentario. Habíamos estudiado, sí, La consagración de la primavera con algún detalle, pero fue un estudio empírico, casi a tientas, no basado en una metodología establecida ni en el corpus existente de estudios especializados sobre el tema.
Es fácil absolver al Taller de esta deficiencia. Por buenas que fueran las intenciones, no se podía hacerlo todo. Las horas del currículo no habrían alcanzado para llegar mucho más lejos que donde llegamos. El tiempo tendría que haber sido configurado de otra manera para permitir una profundización en lo contemporáneo, sin duda a expensas de los estudios elementales, lo cual habría requerido una política de admisión más estricta, limitada a alumnos con la musicalidad básica ya formada. Por otro faltaban los recursos físicos. No teníamos una biblioteca actualizada ni copias múltiples de las obras asignadas — apenas una suerte de mercado negro de partituras y discos que iban de mano en mano por obra de la buena voluntad — mucho menos libros especializados sobre los compositores y obras que interesaban. Décadas después, el advenimiento de internet tiene que haber abierto las puertas de un universo de conocimiento, a tiempo para beneficiar al segundo Taller. Sin duda es por eso que sus alumnos me parecieron, como dije más arriba, «mejor informados». Cualquier proyecto futuro sabrá sacarle máximo provecho al universo internáutico. Todavía gran parte del material que más nos interesa se encuentra protegida por restrictivas «murallas de pago», y todavía hay mucho que no está en la red. Pero ésta es zona de cambio constante y rápido; espero que no esté lejano el día en que tengamos acceso irrestricto al repertorio y la literatura canónicos del último siglo.
Consideraciones finales
Resumo lo que percibo como los principales aciertos del Taller de Música:
Que el Taller de Música se haya hecho realidad, que no se haya quedado en fantasía de jóvenes creativos sino que se haya puesto en práctica, eficazmente, de principio a fin.
Que se haya insertado en la Universidad Católica Boliviana, con todo el prestigio, solvencia administrativa y estabilidad de esa institución, además de su ubicación, ya no tan apacible en 1999 como en 1974, pero siempre privilegiada. Que pese a ello haya mantenido autonomía sin dejarse aplastar por requisitos genéricos y mecanismos rígidos propios de las universidades grandes.
Que haya cumplido a cabalidad sus objetivos, como dije al principio, de «formar líderes en música, en particular compositores y directores» y «formar a individuos capaces de dinamizar la vida musical y [de poner] a Bolivia en el mapa de la música contemporánea.»
Que se haya ejecutado con sinceridad, con ética de excelencia y con entrega, dando los maestros todo de sí y reclutando a los mejores profesores externos en un esfuerzo por brindar la mejor experiencia educativa posible.
Que se haya concentrado en un solo grupo por toda la duración del programa, permitiendo que ese grupo se beneficiara con exclusividad de todos los recursos disponibles.
Las flaquezas y lo que ellas nos enseñan para el futuro:
Que la buena intención de diseñar un programa ajustado a la realidad nacional haya llevado a una formulación algo insular del currículo. Dada la universalidad de la disciplina y la alta probabilidad de que los alumnos pasen a continuar estudios en otros países, sería necesario prestar más atención a la comparabilidad de programas con otros países.
Que el énfasis en el espíritu de vanguardia del Taller, aunque prominente en la narrativa verbal, no se haya plasmado en una praxis con mayor contenido contemporáneo. Sería pertinente llenar cualquier brecha entre teoría y práctica con un plan de estudios que refleje las prioridades formuladas.
Hasta aquí mi intento de evaluación, por lo menos el de esta fecha. Con más reflexión, y tal vez en algún foro interactivo en el que participen otras voces, con seguridad surgirían otras consideraciones que conducirían a una valoración más completa y más ajustada.
Como toda gran empresa humana, el Taller de Música fue y es perfectible.[23] Sus éxitos reverberan en nuestra historia compartida con una carga de energía que aún puede motivarnos a revivir el proyecto. Sus flaquezas pueden inspirarnos a asir esa perfectibilidad y acometer la tarea de nuevo, pero de forma más lograda. Resucitarlo y promover su avance: he ahí lo mejor que podemos hacer con el Taller de Música para retribuir a la vida, y a los Maestros Villalpando y Rosso, por el don que nos confirieron.
© 2025 Agustín Fernández
[1] Ver, por ejemplo, Tucídides, History of the Peloponnesian War, trans. Rex Warner (London: Penguin, 1954), Book I, 22. Ver también Frederic C. Bartlett, Remembering: A Study in Experimental and Social Psychology (Cambridge: Cambridge University Press, 1995).
[2] Frederic C. Bartlett, op. cit.
[3] Alberto Villalpando, «Una reseña sobre la música contemporánea boliviana», Revista Nuestra América No. 3, enero – julio 2007.
[4] Carlos Rosso da a entender que la iniciativa fue suya. Ver Carlos Rosso Orozco, «Ser músico en Bolivia», Revistas bolivianas, Revista No. 11, diciembre 2002, http://www.revistasbolivianas.ciencia.bo/pdf/rcc/n11/a11.pdf.
[5] Información procesada a partir de datos proporcionados por Weimar Arancibia, comunicación personal, 3 de junio de 2025.
[6] Thomas Mann, Doctor Faustus, trad. Isabel García Adánez (Barcelona: Debolsillo, 2020)
[7] Esta valoración coincide a grandes rasgos con las intenciones de los directores al insertar este elemento en el currículo, según comunicación personal de Alberto Villalpando, 8 de junio de 2025. Dicha comunicación me sirvió para descubrir que la idea había provenido de Villalpando y no, como yo había supuesto, de Rosso, cuya admiración por otra obra de Mann, Muerte en Venecia, era bien conocida.
[8] Agustín Fernández, «Apuntes y reminiscencias», 5 de agosto de 2008, https://agustinfernandez.com/2008/08/05/apuntes-y-reminiscencias/
[9] Carlos Rosso Orozco, entrevista con el diario Presencia, La Paz, 6 de marzo de 1974.
[10] Agustín Fernández, Memorias, inédita.
[11] Agustín Fernández, op. cit.
[12] Agustín Fernández, op. cit. Por su tenue pertinencia al tema del Taller de Música omito citar aquí el siguiente pasaje que narra mi subsecuente visita a la casa de Sáenz en compañía de Wiethüchter.
[13] Nicolás Suárez, comunicación personal, 4 de junio de 2025.
[14] Esto no quiere decir que Rosso y Villalpando fueran inmunes a rencillas con terceros. Con todo, tuvieron el acierto de no dejar que ello afectara nuestros estudios. Alguno de esos «terceros» formó parte del equipo de profesores invitados, para provecho del alumnado. (N. del A.)
[15] Sobre los aciertos interpretativos de Prudencio con la obra de Villalpando, ver, por ejemplo, Agustín Fernández, «La geografía suena», 3 de abril de 2023, https://agustinfernandez.com/2023/04/03/1329/
[16] Rubén Silva, comunicación personal, 19 de junio de 2025.
[17] Colegio de Compositores Latinoamericanos, https://colegiocompositores-la.org/franz-terceros/. Consultado el 19 de junio de 2025.
[18] Weimar Arancibia, comunicación personal, 3 de junio de 2025.
[19] Rubén Silva, comunicación personal, 9 de junio de 2025.
[20] Daniel Montes, comunicación personal, 6 de junio de 2025.
[21] Universidad Católica Boliviana, folleto publicitario fechado 12 de febrero de 1974. Cortesía de Nicolás Suárez.
[22] Por razones que tienen que ver tanto con el talento de estos dos alumnos como con las oportunidades de desarrollo profesional que se les presentaron, es posible hacer una excepción de los alumnos de dirección, concretamente Cergio Prudencio y Rubén Silva. En el cuadro hipotético que bosquejo, ellos en el tercer año del Taller podrían haber interactuado cómoda y provechosamente con un profesor como Wisłocki. Así lo demostró Silva en los hechos poco tiempo después.
[23] Me presto este adjetivo evaluatorio de Alberto Villalpando — comunicación personal, 8 de junio de 2025.