Concierto del Trío Apolo en el Teatro Doña Albina
Hace 25 años irrumpía en la escena cultural de Bolivia el Trío Apolo. Su concierto inaugural tuvo lugar en el Teatro Achá de Cochabamba el 22 de noviembre de 1998. Su conformación era diferente de la actual, siendo el pianista Emilio Aliss el factor constante de identidad y continuidad. Junto a Aliss, egresado del Conservatorio de Ginebra, debutaban el violinista Eduardo Rodríguez y el cellista Miguel Salazar, ambos graduados de conservatorios en Rusia. La fuerza técnica e interpretativa de esos tres músicos produjo allá en 1998 una conjunción impactante que no tardó en elevar la vara con la que podía medirse la ejecución de música de cámara en el país. Habiendo tenido la suerte de asistir a aquel debut, me vi movido a escribir un comentario que se publicó en el diario Los Tiempos. Hoy, veinticinco años más tarde, vuelvo a gozar de la fortuna de haber estado frente a un hito en la vida de este grupo: el concierto que marcaba su vigésimo quinto aniversario, esta vez en La Paz. Fue el 22 de abril en el Teatro Doña Albina. Tardé en despertar al imperativo, por demás obvio, de que la simetría exigía que yo comentara otra vez al Trío Apolo. Aquí van, pues, estas líneas que, aunque de alcance limitado por no haber sido escritas inmediatamente, reflejan las impresiones que perduran un mes más tarde. De antemano me disculpo si he olvidado algún detalle importante.
Después de haber pasado a lo largo de los años por varios cambios de personal en el cello y el violín, hoy el Trío Apolo se ha estabilizado con Fabio Vargas en el violín y Ariana Stambuk en el cello. Ése es el plantel que se presentó en el Teatro Doña Albina, reforzado por los músicos invitados Juan Óscar Guzmán en viola, Alejandro Obando en contrabajo y, en la segunda parte, Jenny Cárdenas como vocalista. Como estaba anunciado en la prensa nacional y en los medios sociales, el programa se abría con el Quinteto en La mayor “La trucha” de Schubert y en la segunda parte incluía obras breves de autores bolivianos y latinoamericanos.
La presencia del Quinteto “La trucha” en el programa era ya un indicador de que el Trío Apolo tomaba en serio su festejo de cuarto de siglo. Se trata de una obra concebida en gran escala, exigente para los músicos por su duración, sus retos técnicos y la concentración psicológica y emocional que la música ofrece y demanda de sus intérpretes. Tampoco debe subestimarse el reto físico, podría decirse atlético, de enfrentarse con una obra cuya densidad narrativa no afloja ni un instante de sus cuarenta minutos de duración promedio. Junto con el Quinteto de Cuerdas en Do mayor, el Cuarteto en Re menor “La muerte y la doncella” y el Trío en Si bemol mayor, el Quinteto “La Trucha” representa uno de los logros más completos y perfectos de Schubert, compositor que a juicio de muchos – incluyendo el mío – ha legado al repertorio de música de cámara sus obras más significativas después de los cuartetos de Beethoven. Fue, pues, con expectación y algo de temor que me senté a esperar la versión del Trío Apolo de esta música formidable.
La primera impresión fue de extrañeza al constatar que había un equipo de amplificación instalado en el escenario. Eso parecía superfluo en una sala como Doña Albina, de dimensiones modestas y de características adecuadas para la música de cámara. No se comprendía la necesidad de amplificación, menos aún al ver, a medida que avanzaba el Quinteto de Schubert, que los volúmenes relativos eran extremadamente desiguales. El piano, de por sí el más potente de los cinco, parecía fuertemente amplificado, seguido del cello, el contrabajo, la viola y el violín, en ese orden. Habiendo oído al Trío Apolo muchas veces y en distintos locales, atribuyo al desequilibrio sonoro del 22 de abril a una amplificación mal calibrada. ¿Fue un descuido accidental? ¿O acaso de una ilusión auditiva mía, debida quizás al lugar donde estaba sentado? Hay quienes aseguran que la amplificación estaba apagada en la primera parte. Si fue así, la ilusión que yo tuve fue compartida por dos colegas expertos que me acompañaban, aunque no así por una tercera colega que estaba sentada un poco más atrás. El violín de Fabio Vargas resultaba prácticamente inaudible por pasajes enteros, privándonos de la sutileza y elegancia que caracterizan a este ejecutante; la viola podía oírse cuando llevaba la línea principal, pero con dificultad el resto del tiempo. Los demás se oían cómodamente, aunque con gran predominio del piano.
Habida cuenta de este desequilibrio, el oído fue ajustando sus expectativas y poco a poco fue posible desentrañar la interpretación que se ofrecía. Hubo amplia evidencia de preparación minuciosa y responsable. Cada uno de los cinco desempeñaba su rol con solvencia técnica y con aplomo interpretativo, mostrando entre ellos sincronía rítmica y expresiva. Las frases famosamente largas de Schubert fluían en la viola y el cello con el tono sostenido e intenso que requieren. El contrabajo se desempeñó con seguridad y claridad sorprendentes.
El piano hizo gala de dominio de los muchos pasajes difíciles que caracterizan esta obra, marcando con claridad los gestos de puntuación estructural y emprendiendo con seguridad los muchos pasajes en octavas, aun en los lugares en que éstas se sucedían vertiginosas en los movimientos rápidos (los impares) y en la tercera variación del Andantino. El lirismo melódico que Schubert prodiga casi en igual medida a las cuerdas y al piano quedó también muy bien realizado en la ejecución de Aliss, por ejemplo al inicio del segundo movimiento, Andante. En este movimiento cabe también destacar el fraseo sensitivo que imprimieron Guzmán y Stambuk al patético segundo tema en Fa sostenido menor, repetido más tarde en La menor.
El grupo no escatimó riesgos en sus elecciones de tempos rápidos, produciendo un efecto emocionante de audacia ante el peligro en los movimientos impares. Si hubo algún error ocasional resultó fácil aceptarlo en trueque por el placer de presenciar en vivo una ejecución bien preparada y llena de carácter de una de las obras más desafiantes del repertorio.
Al igual que en mi anterior comentario de un concierto en La Paz, debo lamentar que los organizadores no hayan aprovechado el intermedio para realzar el aspecto humano y social del evento. Un simple mate de coca habría promovido un ambiente colegiado propicio a la recepción comunitaria del mensaje artístico.
En la segunda parte el trío volvió a ser trío. Al afectuoso Homenaje a Eduardo Caba de Juan Antonio Rojas le siguió una composición del propio Emilio Aliss, Jardín de recuerdos en arreglo de Pedro Bustamante. El compositor anunció su pieza con modestia innecesaria, ya que se trata de un trabajo de gran fluidez melódica con un carácter elegíaco que no dejó de tocar las fibras sensibles de un público que mostró su apreciación.
Vinieron después tres piezas mías: Morenada Montecalva, Beethovenianas bolivianas No. 1 y Chacarera chaqueña. Ellas son parte de una colección de arreglos y composiciones de carácter folclórico en las que aprovecho las potencialidades del Trío Apolo para explorar la fuerza y la riqueza del folclore boliviano y sus posibilidades de diálogo con aspectos del repertorio clásico. Aliss ha bautizado este proyecto con el título genérico de La flor del alma boliviana. El Trío ha tocado muchas veces éstas y otras piezas de la colección. Dos facetas que sobresalieron en esta ocasión fueron la fluidez y autoridad con la que los tres músicos interpretaban un material que ya conocen como algo propio, y lo propicio de ese momento, ese lugar y ese público que se mostró receptivo a los matices y sutilezas del material. Esa receptividad, sumada al carácter de síntesis de mi trayecto que tienen estas piezas y al hecho de que ese trayecto se inició hace medio siglo precisamente en la ciudad de La Paz, me hicieron sentir que mi música volvía a casa. Fue una sensación de lo más reconfortante.
Cantarina de Willy Claure, en un arreglo realizado con buen gusto por Huáscar Bolívar, hizo de transición hacia la parte final del programa. Anunciada con palabras de reconocimiento y afecto, ingresó en el escenario Jenny Cárdenas. Música, cantante, cantautora e investigadora, Cárdenas es una de las figuras dominantes en las esferas de la música de Bolivia. Veterana ella también de muchas décadas de arte, su presencia en el escenario establece instantáneamente una comunicación mutua con el público. Éste la saluda y recibe con la admiración y la gratitud que se deben a una trabajadora incansable, intérprete inspirada y sobreviviente de golpes despiadados en su vida.
Cárdenas vertió con honda expresión su propia pieza El canto de la madrugada, en otro arreglo de Pedro Bustamante. Luego, para deleite del público, interpretó Todo cambia y Gracias a la vida, melodías archiconocidas que recibieron sendos baños de frescura en los arreglos para voz y trío de Juan Óscar Guzmán y de José Antonio Rojas respectivamente.
Así, en notas de afecto, reflexión y gratitud, llegó a su fin un concierto memorable. Celebración sin triunfalismo me pareció el registro ideal para marcar los primeros veinticinco años de un grupo que ha luchado y ha enfrentado dificultades pero ha sobrevivido y ha alcanzado momentos de excelencia como éste. Felicito al Trío Apolo, a sus artistas invitados y al público que juntos han hecho posible este momento y estos veinticinco años. Confiando en que perseveren en su excelente labor y en que no dejen de probar sus fuerzas con el reto tonificante de obras de gran aliento, auguro muchos triunfos más para este grupo que ya es decano de la música de cámara en Bolivia.